Crítica de ‘Oleg y las raras artes’ (Andrés Duque, 2016)
Bellísima y concisa obra de arte sobre el pianista Oleg Karavaychuk que resulta un diálogo reflexivo entre cineasta y artista sobre el arte como fijador de lo efímero y verdadero.
El sol del piano
El cine, como arte, trata en su esencia de captar la realidad como ninguna otra disciplina puede hacerlo. De ahí que Jean Cocteau dijera que el cine “consistía en filmar a la muerte trabajando” por su virtud de atrapar momentos irrepetibles. Aún sabiendo que una secuencia es filmada varias veces, cada una de ellas es diferente. Y es el trabajo del director, de los buenos directores, saber qué toma es la válida, cuál es por la que transita un mayor torrente de verdad, de realidad. Y también saber cómo conseguirla, cómo provocarla.
En 1992 Víctor Erice realizó El sol del membrillo, probablemente una de las más bellas y afinadas reflexiones sobre el cine como fijador de lo efímero, como epitafio de lo evanescente. En sus imágenes el pintor Antonio López luchaba por plasmar la luz del sol sobre un fruto a una hora concreta del día. López se enfrentaba a la meteorología, los materiales, las interrupciones, al paso del tiempo y las estaciones, incluso a sus propios errores, para lograr poner en el lienzo ese fugaz momento que podía ver algunas mañanas sobre el árbol del patio de su casa. Erice usó su cámara para, a su vez, fijar de un modo indeleble otra luz sobre un fruto, la de la inspiración del pintor sobre el lienzo. Ambos, López y Erice, cada uno en su disciplina artística, ensamblados en un diálogo sobre el arte y la vida, ensimismados en atrapar a la muerte haciendo su trabajo. En plasmar siquiera al menos, una porción de realidad, de verdad.
Cartel y fotos de ‘Oleg y las raras artes’ con Oleg Karavaychuk