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Crítica

Crítica OKJA (Bong Joon-ho, 2017)

Okja - crítica

La tesis de Bong

Al terminar de ver Okja se corre el grave riesgo de juzgarla a la ligera. Hay quién verá en ella un estricto producto comercial, otra película para niños con mensaje positivo. Otros, satisfechos, habrán visto una fábula animalista, vegana, acorde a estos tiempos de buenos sentimientos y poca razón. No lo es. Y probablemente nunca ha pretendido serlo desde que su guionista y director, el coreano Bong Joon-ho, escribiese la primera línea.

Toda la filmografía de Bong es una recreación de los géneros más comerciales del cine usados como envoltorio para hacer tragar al espectador un mensaje controvertido, una verdad incómoda. La especia que, meses después, reactivará nuestro paladar y cerebro. El pensamiento soterrado que pervivirá en nuestra memoria para cuestionarnos. Y Okja no es una excepción.

Crítica

Bajo su apariencia inocente la cinta propina dos soberanas palizas: una, a los animalistas iluminados y santurrones veganos, incapaces de discernir entre necesidad y redistribución alimentaria; la segunda, a los ecoliberales de nuevo cuño, a los profetas de la Responsabilidad Social Corporativa, expertos en vestir de propaganda amigable las peores prácticas industriales.

Si llama la atención que Okja tenga un primer acto tan extenso, el que ilustra la vida del animal con la niña, es porque en él se encuentra la tesis del film. El caramelo envenenado de Bong. Todas sus cintas lo tienen, solo que está magníficamente cocinado dentro de un género que nos hace sentir cómodos. En Memories of Murder fue la naturaleza macabra del hombre ordinario. En Mother, la compasión del amor materno filial como fuente de atrocidades. Podríamos seguir…

Okja no es una fábula animalista ni vegana porque su protagonista se come un hermoso pescado, algo que el cineasta se preocupa en mostrar detalladamente, nada menos que con un plano cenital sobre la cazuela. Tampoco es una parábola anticapitalista, ni antisistema, porque el animal es un producto de laboratorio, algo bello creado a través de la investigación industrial, lo que se señalan los diálogos en repetidas ocasiones.

La tesis de Okja es otra. Una que bebe del cine de Hayao Miyazaki. Esa que dice que la Naturaleza ni pertenece al ser humano ni está bajo su cuidado y responsabilidad paternal. Una visión panteísta del Universo y el carácter endógeno del ser humano en él.

Toda la filmografía de Bong esconde al espectador un mensaje controvertido, una verdad incómoda… y Okja no es una excepción

Mija, la niña protagonista, jamás menciona con un posesivo a Okja. Nunca dice «mi cerdo, mi mascota, mi amigo». Nunca. No le pertenece. Sólo quiere que vuelva a la montaña donde ha visto que es dichoso. Hay veces que el animal la guía y otras en las que ella lo conduce. Mija ve a Okja como los niños veían a Totoro en la cinta de Miyazaki: sin ideas preconcebidas, de igual a igual, como otro ser del bosque. Como lo eran ellos en ese momento por la ausencia de sus padres. Porque Okja, al igual que Totoro, es una representación mítica de la Naturaleza. Un animal cuya esencia sólo puede ser vista por una niña que tampoco tiene padres que la eduquen, que modifiquen su mirada. Y en esa situación, el comportamiento de Mija, es decir, del ser humano, es convivir con el animal armónicamente. Disfrutando y consumiendo excedentes naturales: el fruto que cae al golpear un árbol o el pescado que queda fuera de la laguna al encharcar con el baño diario, pero devolviendo al pez más pequeño al agua. Esa es la tesis panteísta y endógena de la película, el mensaje oculto por el que el primer acto es tan detallado.

Los dos siguientes actos están dedicados a repartir mamporros. Mamporros metáforicos. Golpes del guionista envueltos en una toalla, la de un género cinematográfco, para no dejar señales en la cara del espectador. Llevándonos por los caminos de la emoción ya trazados por E.T. o el mismísimo King Kong. Incluso, si apuran, los de Lost in Translation con esos diálogos mudos al oído entre niña y animal. O con temas musicales del folclore internacional e imágenes icónicas del pop-rock, ese cerdo volador de Pink Floyd, que nos harán tragarnos la metáfora sin pestañear, mientras nos damos codazos de asentimiento en la butaca.

Bong se ha despachado a gusto en Okja. Ha retratado a los defensores de los animales como iluminados fascistas a través del personaje de Paul Dano, un exquisito líder de conciencia que no duda en apalear a un súbdito y alejarlo de su luz doctrinal si contraviene sus principios. Y retuerce hasta lo esperpéntico la caricatura del CEO endiosado en la silueta de Tilda Swinton, esa empresaria de nuevo cuño que maquilla su instinto depredador entre ONGs, firmas de diseño, programas de televisión y actividad en las redes sociales.

Bong nunca defrauda. Es el paradigma del cine coreano de los últimos años. Un endiablado cruce entre la comercialidad y los códigos narrativos hollywoodienses, y el costumbrismo y espiritualidad del cine japonés. El cruce genético y cinematográfico de Spielberg con Kurosawa y de Miyazaki con David Fincher. Y escuchen esto: su carrera no ha hecho más que empezar.

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