Son tradicionales las quejas de guionistas y directores ante la insensibilidad de los ejecutivos de las grandes compañías cinematográficas por sus historias, por su capacidad artística para dar con el tono y contenido que embelese al espectador y lo lleve a consumir sus películas. He leído y escuchado infinidad de anécdotas verídicas que, a grandes rasgos, se resumen en esta:
Un cineasta tiene un nuevo proyecto de película que, en su fuero interno, considera de gran calidad, un imán para atraer al público y oro para la crítica. Consigue un encuentro con un productor que se ha mostrado interesado y en tres minutos el cineasta le cuenta de la manera más atractiva posible su proyecto, su creativa historia. Al terminar la conversación, el productor mira unos segundos en silencio al cineasta y le dice:
– “Veo a Scarlett Johansson como protagonista”.
– “Quiero actores completamente desconocidos” -apunta el cineasta- “se trata de transmitir toda la veracidad y pureza de los sentimientos de los personajes”.
– “Entiendo…” -responde el productor reclinándose hacia atrás en su sillón ejecutivo- “Sería conveniente que la historia de amor tuviese alguna escena con algún desnudo, que esa pasión se demuestre en la pantalla”.
– “No es posible” -responde el cineasta- “no se entendería la pureza del sacrificio que realiza por amor”.
– “Ya veo” -el productor deja el puro en el cenicero sobre la mesa- “Y, dime, ¿cómo muere él? ¿Hay una gran explosión, un terrible accidente de tráfico que le amputa algún miembro, va a la guerra y sufre un episodio de violencia con disparos, persecuciones…?”
– “No, no, él se contagia de un virus en un hospital y queda postrado, inmóvil y mudo en la cama hasta el desenlace”.
– “Ya. Claro, claro…” -el productor ya está abiertamente echado hacia atrás sobre el sillón, las manos detrás de la nuca y la mirada en el techo- “Y, dime una cosa: cuando está postrado la cama… el protagonista… quizá fruto de la fiebre… ¿podría soñar con arañas gigantes?”
Un silencio tenso y frío, como de porcelana, inunda por unos segundos el despacho.
– “¿Arañas gigantes?” -repite con asombro el cineasta.
– “Eso es… peludas, desagradables… que le atacan fruto de la fiebre, por ejemplo”.
– “¿Arañas gigantes?” -algo dentro de la cabeza del cineasta ha hecho catacroc.
– “Sí, sí, arañas. Las películas con monstruos están funcionando de maravilla. Y, hombre, tú eres un guionista de talento. Unas arañas gigantes en un sueño de un enfermo puede ser una metáfora de otra cosa, yo que sé, de la infidelidad, de la guerra…”
Ahora es el cineasta quién se reclina lentamente hacia atrás en su silla. Tiene la sensación de que lleva cinco minutos eligiendo las palabras minuciosamente para explicar su proyecto, varios meses pergeñando un argumento lleno de sensibilidad e interés humano y que en una décima de segundo se ha ido todo por el retrete en ese despacho, frente a ese productor insensible.
El cineasta, al llegar a casa, llamará por teléfono a algún amigo o a su representante para contarle indignado lo sucedido, la estrepitosa falta de sensibilidad y conocimiento del cine de alguien que se hace llamar productor, de alguien que cobra millonadas por ser ejecutivo de una gran compañía, decidiendo qué películas se hacen y cuáles no. Incluso escribirá una extensa entrada en su blog al respecto, omitiendo los nombres para no perjudicar a nadie. Y puede que tome airadas notas para una posible novela sobre la lucha de un artista ante el mercantilismo imperante.